"Viajes al natural"
El Desierto Australiano, o como coloquialmente lo conocemos: el Australian Outback, es un mundo único, rústico y extraordinario, que en su mayoría aún sigue siendo desconocido e inexplorado. Puede ser muy intimidante por su extensión y por el hecho de que ‘todo te mata en Australia’, entonces si no vas con alguien que conoce es mejor no jugarse la aventura. El 85% de los mismos australianos nunca van a conocer el Outback debido a que es muy caro y peligroso visitarlo, pero todos los afortunados en vivir la experiencia del desierto saben que es incomparable con cualquier lugar en el resto del mundo.
La región de Kimberley se ubica en la parte norte del Territorio Occidental del país y dentro de ella se encuentra el Parque Nacional Purnululu que alberga una impresionante cordillera: los Bungle Bungles. La cordillera está formada de muchas formaciones de arenisca; es un tipo de piedra arenosa en forma de lo que parecen colmenas de abejas con rayas negras y anaranjadas. Esta cordillera, que se encuentra en medio de la nada, lleva en pie unos 350 millones de años y es considerada como tierra sagrada para los aborígenes, y puesto que ha sido un lugar de veneración para ellos por los últimos 40,000 años, lo habían mantenido en secreto para el resto del mundo. Apenas hasta el año 1983 fue ‘descubierto’ y a raíz de esto se protegió creando el Parque Nacional y convirtiéndolo en Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
La cordillera es como un laberinto de colmenas que te hacen sentir como si estás en un set de una película de Star Wars y conforme vas excursionando por sus caminos te encuentras con deslumbrantes monumentos que te fuerzan a sentarte y admirarlos. Pero antes de platicarles lo más valioso de este sitio les voy a contar la odisea que es llegar a este inimaginable lugar.
Salimos de Brisbane en donde me estaba quedando y tomamos un vuelo de 4 horas hasta la ciudad más al norte del país: Darwin. De aquí tomamos una avioneta hasta Kununurra, un pueblo de 5,000 personas en donde el 50% son blancos y el otro 50% es de aborígenes. Ya en Kununurra rentamos un 4x4 Toyota LandCruiser TroopCarrier, al que venimos apodandoTroopy, que parecía de los años 80s pero en realidad aún con su apariencia rústica, era el modelo del año. Este nos llevaría por todos los caminos todo-terreno con los que nos toparíamos para llegar a los Bungle Bungles. Nos subimos al Troopy, y claro, era de manejo estándar, y no sólo eso, recuerda que en Australia se maneja en el sentido opuesto; y como si esto no fuera suficiente tuvimos que anclar un trailer de 2.5 metros por 1.5 metros al Troopy, pues es ahí donde llevaríamos nuestra hielera, nuestro equipaje, y todo el equipo que íbamos a necesitar para acampar y sobrevivir en el desierto.
Pasamos al súper para comprar todo lo que íbamos a comer por los próximos 5 días, así que para eso tuvimos que comprar una barra de 6 kilos de hielo que nos tendrían que durar hasta entonces para que no se nos echara a perder la comida. Una vez que teníamos todo listo, partimos hacia nuestro destino; cruzamos el Río Ord y salimos hacia Durak. 5 horas y media después de nada más que arbustos secos y tierra roja para donde quiera que volteáramos, vimos un pequeño señalamiento que indicaba la entrada al Parque Nacional Purnululu. Pero aún no habíamos llegado. Todavía hicimos una hora y media de camino para llegar a los Bungle Bungles, porque aunque no era mucha la distancia, el camino estaba muy difícil.
Ya cansados de un largo camino, con el sol pegando fuerte por las ventanas, y tras haber escuchado una infinidad de canciones para pasar el tiempo, finalmente nos fuimos acercando y lo vimos. Los Bungle Bungles sobresalían en medio de un terrenal desértico. Parecían como si alguien los hubiera puesto ahí, como si no debían ir ahí, de lo bizarros y únicos que se veían. Conforme nos íbamos acercando más, su aspecto era aún más impactante; rojos, anaranjados, negros, redondos, con rayas, arenosos, y como que formando un laberinto de veredas. Este lugar era fuera de serie; era espectacular.
Llegamos al sitio donde acamparíamos; un arenal entre dos colmenas a las orillas de lo que parecía ser un río en la época de lluvia. Todos sacamos e instalamos nuestros swags; son unas tiendas de campaña individuales en forma de ataúd, que resultan ser bastante cómodos y prácticos para acampar. Empezó a bajar el sol y el cielo se empezó a tornar un tono intenso de rojo, haciendo que las nubes que habían lucieran como si estaban en fuego. Un atardecer digno de admiración y que te dejaba con la boca abierta. Lo admiramos acostados sobre la arena; todos en silencio y con música de John Butler de fondo, hasta que oscureció por completo. Entonces prendimos la fogata y sacamos todo para comenzar a preparar la cena. Y así tan rápido se nos acabó el día y nos fuimos a dormir.
Aunque en el día llegamos a los 45 grados, en la noche refrescó bastante, pues estábamos en un desierto, entonces dormimos perfectamente para levantarnos listos para el primer recorrido. Después de desayunar alistamos nuestras cosas y dejamos que el mapa del parque nos indicara el camino que nos llevaría a Echidna Chasm. Llegamos al lugar de estacionamiento donde comenzaba el recorrido, pero antes de tomar el camino hacia Echidna decidimos tomar otro camino que nos llevaría a Osmand Lookout. Caminamos una hora y llegamos a un punto alto de la cordillera; aquí pudimos admirar todo el valle y la extensidad del desierto australiano que te dejaba pasmado. Y pensar en todos los animales que había allá afuera que te podían matar y no se veían desde donde estábamos. Todos los peligros que el Outback podía atraer. Como estábamos en una zona tan remota sin servicio de celular ni líneas directas, y en el parque estábamos prácticamente solos, salvo por un guardaparques que pasaba todas las mañanas por el campamento, todos los días a las 8:00 p.m. como reloj debíamos mandar un mensaje desde nuestro teléfono satelital para avisar a unos conocidos que todo estaba en orden; a las 8:00 a.m. también lo tendríamos que hacer, por los días que estuviéramos ahí.
Aprovechamos para rehidratarnos y comenzamos a caminar ahora en sentido hacia Echidna Chasm. El camino fue algo difícil ya que había muchas piedras y no mucha sombra hasta que nos empezamos a acercar a la grieta. Parecía como si la montaña se había partido en dos. Calculamos el tiempo perfecto para llegar cerca de mediodía. Era asombroso; los rayos del sol atravesaban la grieta perfectamente para reflejar la piedra en un anaranjado y amarillo intenso. Parecía casi oro, y nosotros caminábamos entre la grieta, en donde se sentía hasta fresco por el aire que corría. Recorrimos un laberinto angosto por la grieta de la montaña y llegamos a una cámara en donde la grieta terminaba. Aquí el sol hacía magia. Se reflejaba por todas sus paredes y hasta en el piso, iluminando completamente el espacio. Sentías como casi podías tocar la luz; ese oro resplandeciente que brillaba tan fuerte y te bañaba en su energía. Realmente una maravilla.
Otro recorrido que hicimos, y mi favorito de todos, fue el de Cathedral Gorge. Este constaba de una caminata de 6 horas, más el tiempo que quisiéramos quedarnos en el sitio. El sol era tan fuerte que las horas duraban el doble de tiempo, pero cuando llegamos y lo vimos, aunque hubieran durado el triple lo hubiera valido. Se empezaba a cerrar el camino; las colmenas se mostraban una encima de la otra, y de repente llegamos a un cañón. Nosotros estábamos en la parte inferior del cañón entonces se podía apreciar el asombroso anfiteatro natural que restaba de una de las colmenas. Se fue formando tras años de inundaciones hasta que porfin el agua corroyó la arenisca e hizo un agujero por donde pudiera fluir el agua. Era inmenso y rojo, era fresco ahí abajo. Había un poco de agua que había quedado de la última inundación y estaba completamente rodeado por arena. Era de esa arena que es tan suave que no quieres dejar de pasar tus pies descalzos y tus manos por ella.
Cada uno de nosotros encontró su lugar en la arena y nos acostamos. Resulta que Cathedral Gorge tiene una acústica que cualquier centro de música envidiaría entonces nos mantuvimos todos en silencio y pusimos en las bocinas la canción de Ocean de John Butler que prácticamente nos arrulló a un estado de reflexión interna.
No podía haber una mejor manera de disfrutar de este lugar tan imponente.
Se sentía la energía en la arena, como te abrazaba y renergetizaba al acostarse ahí. Convocaba una tranquilidad y un silencio que te llenaba de paz.
Tan pronto nos dimos cuenta y ya era de noche. Estaba completamente oscuro dado que no había luz artificial por miles de kilómetros a todo nuestro alrededor. Tuvimos la suerte de que esa noche no había luna y por lo mismo pudimos apreciar todo el menú de estrellas y estrellas fugaces. Era una vista envidiable. Te sentías como parte del universo pero al mismo tiempo como si la tierra no formara parte de él. Pasaron las horas y empezó a refrescar, pero nadie sentimos la urgencia por irnos.
Fue este lugar y las experiencias que viví en él, que hizo que me diera cuenta de que aunque podemos sobrevivir y ser felices en una vida urbana y moderna, en realidad estamos hechos para vivir una vida más tranquila y más orgánica.
Y no me refiero a que no debamos hacer uso de la tecnología, ni tampoco renunciar a las conveniencias que ha traído consigo el mundo moderno; no tenemos que volvernos Amish ni mucho menos, sin embargo sí creo que no todos estamos hechos para vivir una vida trepidante, en una metrópoli con mucho movimiento, prisa y gente. Algunos de nosotros somos más sensibles a ciertas características de nuestro contexto, como estas, las cuales nos terminan sobreestimulando y se manifiestan en ansiedades, bloqueos y malestares. Tan sobreestimulados estamos que no nos permite fluir e inclusive nos llega a afectar en la salud. Esto es simple y sencillamente porque estamos hechos para vivir una vida al natural. Es decir, una vida más rural y tranquila, en una ciudad pequeña, donde no haya tanta industria, ni tanta gente, en la cual se pueda disfrutar una gran parte del día al exterior y estar más conectados con la naturaleza.
Fue aquí en este lugar bajo el mantel de estrellas que cubría el cielo de horizonte a horizonte en donde me dí cuenta que quitarme de todo tipo de comunicaciones (excepto por el teléfono satelital que prendíamos 10 minutos al día para asegurar que nos encontrábamos bien)
y el no tener señal, ni tener una cocina convencional, o una cama bajo techo, inconscientemente me permitía conectarme con el yo-interior; realmente poder escuchar a mi cuerpo y permitirle que fluya con actividades en la naturaleza. Y fue ahí que me di cuenta que muchas cosas en mí empezaron a sanar con sólo estar en este mágico lugar.
Muchas veces escuchamos que la naturaleza te cura y te llena de energía positiva, y comúnmente tenemos la percepción de que esto se refiere a los árboles, a los ríos o lagos, y a las plantas en general, pero no es así; con sólo estar en este desierto, con los animales más salvajes y peligrosos, durmiendo a la intemperie, yo me sentía en paz. Me sentía muy bien, como nueva y rejuvenecida, con muchas fuerzas y ganas para la vida, pero más que nada me sentía sana.
Creo yo que es por eso que después de el viaje correcto, uno regresa como nuevo.
De esto es de lo que se trata viajar; encontrarnos en los viajes con el yo-interior y descifrar el tipo de viajes y actividades que nos permiten curar y sanar lo que el correteo de la vida urbana nos ha provocado.
Por: Ana Caty Alvarez
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